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Las cuatro noches

1 abril, 2013 1 comentario

Primera noche: la Creación

La Pascua es acción de gracias por la Creación de Dios.

«En el principio creó Dios cielo y tierra» (Gn 1, 1). La creación comienza con la irrupción de la luz divina en la oscuridad caótica. La acción creadora de Dios, por medio de su Palabra, aparece como un acto ubre del Señor que manifiesta la absoluta gratuidad con que actúa tanto en la historia de la salvación (Rom 9, 8.30) como en la llamada del mundo a la existencia. Dios crea y se da por puro amor y por pura gracia. La Pascua, al resaltar la alegría de la primavera, se convierte también en memorial de la creación.

Israel celebra con una misma alabanza el amor del Dios creador del universo y de la historia La Pascua es, en principio, la fiesta de la primavera como celebración de la creación. Pero la gran primavera de Israel es aquella en la que Dios lo libera de la esclavitud de Egipto. El Éxodo es el momento en que Dios engendra a Israel como pueblo (Dt 32,5-10; Ez 16,4-7).

La creación anticipa la »redención». Este lazo entre Pascua y creación quedaba subrayado por las lecturas bíblicas usuales en la liturgia sinagogal. El ciclo de lecturas era trienal. El primer año se empezaba el mes pascual de nisán justamente con el relato de la creación según el capítulo primero del Génesis; y el año segundo comenzaba con el capítulo decimosegundo del Éxodo. así pues, la liturgia enlazaba la fiesta de la creación y la del Éxodo.

AquedáhSegunda noche: Abraham

La segunda noche que recuerda la Pascua hebrea es la del sacrificio de Abraham, noche en la que, como proclama el Targum “apareció la fe sobre la tierra”. La tradición judía pone este acontecimiento en relación directa con la Pascua. En el libro de los Jubileos se afirma que Isaac fue ofrecido el 14 de Nisán, a la misma hora en que más tarde se inmolaría el cordero pascual, y la montaña del holocausto no fue otra que el monte Sión, lugar del futuro templo de Jerusalén. Igual que Isaac fue rescatado con la sangre del camero, todos los primogénitos hebreos serán salvados por la sangre del cordero pascual. Las promesas hechas a Abraham son gratuitas; no se fundan en sus posibilidades ni en sus méritos. A la promesa no corresponde por parte del hombre el «conocimiento», sino la fe y la obediencia. Es el proceso opuesto al pecado original.

Yahveh es un Dios de vida; su presencia nunca es estática, es “paso”, pascua que pone al hombre en movimiento sacándole de sus seguridades. Abraham, movido por la promesa, vive abierto a un futuro no calculable, al proyecto de Dios que le es desconocido es inverosímil. Así la fe se presenta como un absoluto apoyarse en Dios. La orden y la promesa aparentemente se contradicen, pero Abraham cree y entra en una contradicción que llega a su culmen con la exigencia del sacrificio de Isaac, el hijo de la promesa. La fe vence al absurdo, esperando frente a la aniquilación de toda esperanza.

Tercera noche: el Éxodo

La descendencia de Abraham llegó a convertirse en el pueblo de la promesa, pero sometido a esclavitud quedaba reducido a la misma impotencia que su antepasado. Israel descubre a Dios en su actuar en la historia. a través de su liberación de la esclavitud.

La tercera noche que se celebra en la Pascua judía, es la del Éxodo.

No se trata de un aniversario de la antigua liberación de Egipto, sino de un misterio actualizado cada primavera, como si generación tras generación todo fiel fuera rescatado personalmente de la esclavitud. Los profetas mantendrán vivo el recuerdo de los acontecimientos del primer éxodo para que, a la luz de este memorial se haga eficaz en el presente de la historia la fuerza salvadora de Dios.

El culto, aquel que el faraón quería impedir a los israelitas, es el memorial conmemorativo de la intervención salvadora de Dios en la historia. La Pascua revive la  liberación de Israel de la esclavitud (Ex 12,23, 15; Dt 16, 1-8)

Dios que Libró una vez a su pueblo, lo salvará, lo recreará, en cada nueva situación de esclavitud. En la cena pascual, cada uno de los comensales tiene la certeza de que, por medio de la liturgia, está compartiendo junto con sus antepasados la salida de Egipto, experimentando de esa forma el paso de la esclavitud a la libertad, de la tristeza al gozo, del llanto a la alegría festiva de la muerte a la vida.

Cuarta noche: la fiesta eterna

La cuarta noche que se celebra en la Pascua es la del final de los tiempos «cuando el mundo llegue a su fin para ser rescatado… y el Rey Mesías venga de arriba» (Targum). Cada Pascua es profecía del día escatológico y mesiánico. «En esta noche han sido salvados, en esta noche serán salvados», se decía en la Liturgia judía.

Todas las intervenciones salvíficas de Dios, unidas a la celebración de la liberación de Egipto, hacen esperar su intervención definitiva en el futuro con la llegada. Del Mesias. Esta salvación definitiva (escatología) aparece como una nueva creación (Is 65, 17), un éxodo irreversible (Is 65,22), una victoria absoluta y definitiva sobre el mal que recobra el paraíso de nuevo (Is 65,25). Por ello, en la noche pascual los judíos aguardan la llegada del Mesías, dejando en su mesa una silla vacía para Elías, que le precederá anunciando su venida.

Emiliano Jiménez Hernandez

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Aleluya, alabad al Señor – Salmo 150

25 May, 2011 1 comentario

ALELUYA, ALELUYA, ALELUYA,
ALELUYA, ALELUYA, ALELUYA.

Alabad al Señor en su templo,
alabadlo en su fuerte firmamento.
Alabadlo por sus obras estupendas,
alabadlo por su inmensa grandeza.

Alabadlo al son de trompetas,
alabadlo con arpas y guitarras,
alabadlo con tambores y danzas,
alabadlo con trompas y flautas.

Alabadlo con platillos sonoros,
alabadlo con platillos vibrantes.

TODO SER ALABE AL SEÑOR,
ALABE, ALABE AL SEÑOR.

El salmo 150 parece desarrollarse en tres momentos. Al inicio, en los primeros dos versículos (vv. 1-2), la mirada se dirige al «Señor» en su «santuario», a «su fuerza», a sus «grandes hazañas», a su «inmensa grandeza». En un segundo momento -semejante a un auténtico movimiento musical- se une a la alabanza la orquesta del templo de Sión (cf. vv. 3-5), que acompaña el canto y la danza sagrada. En el tercer momento, en el último versículo del salmo (cf. v. 6), entra en escena el universo, representado por «todo ser vivo» o, si se quiere traducir con más fidelidad al original hebreo, por «todo cuanto respira». La vida misma se hace alabanza, una alabanza que se eleva de las criaturas al Creador.

La primera sede en la que se desarrolla el hilo musical y orante es la del «santuario» (cf. v. 1). El original hebreo habla del área «sagrada», pura y trascendente, en la que mora Dios. Por tanto, hay una referencia al horizonte celestial y paradisíaco, donde, como precisará el libro del Apocalipsis, se celebra la eterna y perfecta liturgia del Cordero (cf., por ejemplo, Ap 5,6-14). El misterio de Dios, en el que los santos son acogidos para una comunión plena, es un ámbito de luz y de alegría, de revelación y de amor. Precisamente por eso, aunque con cierta libertad, la antigua traducción griega de los Setenta e incluso la traducción latina de la Vulgata propusieron, en vez de «santuario», la palabra «santos»: «Alabad al Señor entre sus santos».

Desde el cielo el pensamiento pasa implícitamente a la tierra al poner el acento en las «grandes hazañas» realizadas por Dios, las cuales manifiestan «su inmensa grandeza» (v. 2). Estas hazañas son descritas en el salmo 104, el cual invita a los israelitas a «meditar todas las maravillas» de Dios (v. 2), a recordar «las maravillas que ha hecho, sus prodigios y los juicios de su boca» (v. 5); el salmista recuerda entonces «la alianza que pactó con Abraham» (v. 9), la historia extraordinaria de José, los prodigios de la liberación de Egipto y del viaje por el desierto, y, por último, el don de la tierra. Otro salmo habla de situaciones difíciles de las que el Señor salva a los que «claman» a él; las personas salvadas son invitadas repetidamente a dar gracias por los prodigios realizados por Dios: «Den gracias al Señor por su piedad, por sus prodigios en favor de los hijos de los hombres» (Sal 106, 8.15. 21.31).

Así se puede comprender la referencia de nuestro salmo a las «obras fuertes», como dice el original hebreo, es decir, a las grandes «hazañas» (cf. v. 2) que Dios realiza en el decurso de la historia de la salvación. La alabanza se transforma en profesión de fe en Dios, Creador y Redentor, celebración festiva del amor divino, que se manifiesta creando y salvando, dando la vida y la liberación.

El texto es de una sencillez y transparencia admirables. Sólo debemos dejarnos llevar por la insistente invitación a alabar al Señor: «Alabad al Señor (…), alabadlo (…), alabadlo». Al inicio, Dios se presenta en dos aspectos fundamentales de su misterio. Es, sin duda, trascendente, misterioso, distinto de nuestro horizonte: su morada real es el «templo» celestial, su «fuerte firmamento», semejante a una fortaleza inaccesible al hombre. Y, a pesar de eso, está cerca de nosotros: se halla presente en el «templo» de Sión y actúa en la historia a través de sus «obras magníficas», que revelan y hacen visible «su inmensa grandeza» (cf. vv. 1-2).

Así, entre la tierra y el cielo se establece casi un canal de comunicación, en el que se encuentran la acción del Señor y el canto de alabanza de los fieles. La liturgia une los dos santuarios, el templo terreno y el cielo infinito, Dios y el hombre, el tiempo y la eternidad.

Durante la oración realizamos una especie de ascensión hacia la luz divina y, a la vez, experimentamos un descenso de Dios, que se adapta a nuestro límite para escucharnos y hablarnos, para encontrarse con nosotros y salvarnos. El salmista nos impulsa inmediatamente a utilizar un subsidio para nuestro encuentro de oración: los instrumentos musicales de la orquesta del templo de Jerusalén, como son las trompetas, las arpas, las cítaras, los tambores, las flautas y los platillos sonoros. También la procesión formaba parte del ritual en Jerusalén (cf. Sal 117,27). Esa misma invitación se encuentra en el Salmo 46,8: «Tocad con maestría».

Por tanto, es necesario descubrir y vivir constantemente la belleza de la oración y de la liturgia. Hay que orar a Dios no sólo con fórmulas teológicamente exactas, sino también de modo hermoso y digno.

A este respecto, la comunidad cristiana debe hacer un examen de conciencia para que la liturgia recupere cada vez más la belleza de la música y del canto. Es preciso purificar el culto de impropiedades de estilo, de formas de expresión descuidadas, de músicas y textos desaliñados, y poco acordes con la grandeza del acto que se celebra.

Es significativa, a este propósito, la exhortación de la carta a los Efesios a evitar intemperancias y desenfrenos para dejar espacio a la pureza de los himnos litúrgicos: «No os embriaguéis con vino, que es causa de libertinaje; llenaos más bien del Espíritu. Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor, dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef 5,18-20).

El salmista termina invitando a la alabanza a «todo ser vivo» (cf. Sal 150,5), literalmente a «todo soplo», «todo respiro», expresión que en hebreo designa a «todo ser que alienta», especialmente «todo hombre vivo» (cf. Dt 20,16; Jos 10,40; 11,11.14). Por consiguiente, en la alabanza divina está implicada, ante todo, la criatura humana con su voz y su corazón. Juntamente con ella son convocados idealmente todos los seres vivos, todas las criaturas en las que hay un aliento de vida (cf. Gn 7,22), para que eleven su himno de gratitud al Creador por el don de la existencia.

A este respecto, san Agustín, en sus Exposiciones sobre los salmos, ve simbolizados en los instrumentos musicales a los santos que alaban a Dios: «Vosotros, santos, sois la trompeta, el salterio, el arpa, la cítara, el tambor, el coro, las cuerdas y el órgano, los platillos sonoros, que emiten hermosos sonidos, es decir, que suenan armoniosamente. Vosotros sois todas estas cosas. Al escuchar el salmo, no se ha de pensar en cosas de escaso valor, en cosas transitorias, ni en instrumentos teatrales». En realidad, «todo espíritu que alaba al Señor» es voz de canto a Dios (Esposizioni sui Salmi, IV, Roma 1977, pp. 934-935).

Llegamos así al último versículo del salmo 150 (cf. v. 6). El término hebreo usado para indicar a los «vivos» que alaban a Dios alude a la respiración, como decíamos, pero también a algo íntimo y profundo, inherente al hombre.

Aunque se puede pensar que toda la vida de la creación es un himno de alabanza al Creador, es más preciso considerar que en este coro el primado corresponde a la criatura humana. A través del ser humano, portavoz de la creación entera, todos los seres vivos alaban al Señor. Nuestra respiración vital, que expresa autoconciencia y libertad (cf. Pr 20,27), se transforma en canto y oración de toda la vida que late en el universo.

Por eso, todos hemos de elevar al Señor, con todo nuestro corazón, «salmos, himnos y cánticos inspirados» (Ef 5,19).

Los manuscritos hebraicos, al transcribir los versículos del salmo 150, reproducen a menudo el Menorah, el famoso candelabro de siete brazos situado en el Santo de los Santos del templo de Jerusalén. Así sugieren una hermosa interpretación de este salmo, auténtico Amén en la oración de siempre de nuestros «hermanos mayores»: todo el hombre, con todos los instrumentos y las formas musicales que ha inventado su genio -«trompetas, arpas, cítaras, tambores, danzas, trompas, flautas, platillos sonoros, platillos vibrantes», como dice el Salmo- pero también «todo ser vivo» es invitado a arder como el Menorah ante el Santo de los Santos, en constante oración de alabanza y acción de gracias.

En unión con el Hijo, voz perfecta de todo el mundo creado por él, nos convertimos también nosotros en oración incesante ante el trono de Dios.

Juan Pablo II

Alabar al Señor por sus obras magníficas es particularmente apropiado a esta hora y en este día, domingo por la mañana, en que celebramos la mayor de estas obras magníficas, que nosotros conocemos mejor aun que el salmista, es decir, la resurrección de Cristo, manifestación y comienzo de la resurrección universal.

Pedro Farnés

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Tú has cubierto de vergüenza la muerte (Homilía de Melitón de Sardes sobre la Pascua – Oficio de Lecturas de Jueves Santo)

20 abril, 2011 Deja un comentario

Tú has cubierto de vergüenza la muerte,
tú has llenado de luto el infierno.

Has golpeado la iniquidad,
has privado a la injusticia de sus hijos,
como Moisés al Faraón,
como Moisés al Faraón.

Tú nos has pasado
de la esclavitud a la libertad,
de las tinieblas a la luz,
de la muerte a la vida,
de la tiranía al reino eterno.

Tú eres la pascua de la salvación;
tú eres el cordero nacido de María.

MARÍA, CORDERA SIN MANCHA,
MARÍA, LA INOCENTE CORDERA.

Tú has sido asesinado en Abel,
tú fuiste atado en Isaac,
vendido en José,
abandonado sobre las aguas en Moisés,
perseguido en David
y despreciado en todos los profetas.

Tú eres el cordero que no abre boca;
tú eres el cordero nacido de María.

Tú fuiste cogido del rebaño,
conducido al sacrificio, inmolado por la tarde,
sepultado en la noche; sobre la cruz
no te fue roto ningún hueso, ni en la tierra
experimentaste la corrupción.

Tú resucitando de la muerte
has hecho resurgir a la humanidad
de lo profundo del sepulcro.

Tú eres el cordero que no abre boca;
tú eres el cordero nacido de María.

La Pascua canta la victoria de Cristo sobre el peca­do y sobre la muerte. Canta al Crucificado exaltado y glorificado en la cruz. Canta la pasión que nos libró de nuestra pasión. Es lo que recogen las homilías pascuales de Melitón de Sardes y la atribuida a Hipólito.[1]

Ambas homilías son un canto al Cristo de la pa­sión. Cristo ha asumido la condición de «pasión» que caracteriza la existencia del hombre pecador

Notad bien quien es el que padece y quien el que compadece junto con el que padece; por qué el Señor ha descendido sobre la tierra, por qué se ha revestido de aquel que padecía y lo ha llevado consigo a lo más alto de los cielos (Melitón).

El Señor, habiéndose revestido del hombre y habiendo padecido por aquel que padecía…, resucitó de los muer­tos (Melitón).

Esta era la pascua que Jesús deseaba padecer por no­sotros. Con la pasión nos ha librado a nosotros de la pasión (Pseudo‑Hipólito).

Al asumir la situación de pasión del hombre en el mundo, Cristo está presente, sufriendo, en todos los personajes del Antiguo Testamento:

Cristo es la Pascua de nuestra salvación,
El es quien tuvo que padecer mucho en la persona de muchos,
El es quien fue:

asesinado en la persona de Abel,
maniatado en Isaac,
exiliado en Jacob,
vendido en José,
expuesto en Moisés,
inmolado en el cordero,
perseguido en David,
vilipendiado en los profetas (Melitón).

Pero, sobre todo, Cristo está presente en el cordero:

Cristo es el cordero sin voz,
éste es el cordero degollado,
éste es el mismo que nació de María,
la hermosa cordera;
el mismo que fue arrebatado del rebaño,
empujado a la muerte,
inmolado al atardecer,
y sepultado de noche;
que no fue quebrantado en el leño,
ni se descompuso en la tierra;
el mismo que resucitó de entre los muertos
e hizo que el hombre surgiese desde
lo más hondo del sepulcro (Melitón).

Cristo es, pues, el verdadero cordero pascual, in­molado por los hombres. Pero el acontecimiento pas­cual, que culmina en la muerte  del cordero, no termina ahí. Termina gloriosamente en la resurrección:

Este es aquel

que se encarnó en una virgen,
que fue colgado del madero,
que fue sepultado en la tierra,
que resucitó de entre los muertos,
que fue elevado a lo alto de los cielos (Melitón).

Con la resurrección Cristo inicia la ascensión, su retorno glorioso al Padre. Es su glorificación. Pero Cris­to no retorna al Padre en solitario. La humanidad, res­catada de la muerte, inicia su proceso pascual de retor­no al Padre con Cristo:

Venid pues todas las razas humanas,
sumergidas en el pecado.
Recibid el perdón de los pecados,
porque yo soy vuestro perdón,
yo la Pascua de la salvación.
Yo os llevo a las alturas de los cielos.
Yo os mostraré al Padre que existe desde los siglos.
Yo os resucitaré por medio de mi diestra (Melitón).

Habiéndose, pues, revestido de la imagen perfecta, Cristo transformó al hombre, que había revestido, en hombre celeste; entonces la imagen incorporada a El subió también al cielo (Pseudo‑Hipólito).

Esta transformación nos la describen como una exis­tencia en la luz y en la plenitud de vida, libre de toda opresión, especialmente libre del pecado y de la muerte:

El es el que nos ha hecho pasar

de la esclavitud a la libertad,
de las tinieblas a la luz,
de la muerte a la vida,
de la tiranía al reino eterno (Melitón).

¿Qué es la venida de Cristo?

liberación de la esclavitud,
liberación de la antigua fatalidad,
inicio de la libertad,
honor de la adopción,
fuente de la remisión de los pecados,
verdadera vida inmortal para todos (Hipólito).

Que un muerto vuelva a la vida no es una novedad en el ámbito bíblico. Pero no es esto lo que quiere decir la resurrección de Jesús. Jesús resucitado de entre los muertos pasa a un tipo de existencia que ha dejado tras sí la muerte de una vez para siempre (Rom 6,10), que ha llegado a Dios superando para siempre las frontera de este tiempo (Heb 9,26;1Pe 3,18). Al contrario de David, y de todos los resucitados por El mismo, Jesús se ve libre de la corrupción (He 13,34), vive para Dios vive, «por los siglos y tiene las llaves de la muerte y del hades» (Apo 1,17s). Rompe de una vez todo nuestro mundo de vida y muerte y así nos abre un camino nuevo hacia la vida eterna de Dios (1Cor 15,12s). Cristo entra en el mundo nuevo, en el tiempo eterno.[2]

Emiliano Jiménez Hernández


[1]      J. IBAÑEZ‑F. MENDOZA, Melitón de Sardes. Homilía sobre la pascua, Pamplona 1975;P. NAUTIN, Homelies pascales, París 1950; R. CANTALAMESSA, La Pasqua nella Chiesa antica, Torino 1978.

[2]      H. SCHLIER, De la Resurrección de Jesucristo, Bilbao 1970; F. MUSSNER, La Resurrección de Jesús, Santander 1971; X. LEON‑DUFOUR, Resurrección de Jesús y mensaje pascual, Salamanca 1987.

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A la víctima pascual (Secuencia de Pascua)

20 abril, 2011 Deja un comentario

by Niccolo di Pietro Gerini

A la víctima pascual
ofrecemos hoy
el sacrificio de alabanza.

El cordero ha redimido el rebaño,
el inocente ha reconciliado
los pecadores al Padre.

Muerte y vida se han enfrentado
en un prodigioso duelo
el autor de la Vida estaba muerto,
mas ahora está vivo y triunfa.

Dinos tú, María:
¿qué has visto en el camino?
«He visto: la tumba de Cristo vacía,
la Gloria del Señor y vivo a Cristo,
los ángeles, las vendas y el sudario.»

PORQUE CRISTO, MI ESPERANZA,
¡HA RESUCITADO!
Y NOS PRECEDE EN GALILEA,
Y NOS PRECEDE EN GALILEA.

SÍ QUE ES CIERTO,
CRISTO HA RESUCITADO.
SÍ QUE ES CIERTO,
CRISTO HA RESUCITADO.

Y NOS PRECEDE EN GALILEA,
Y NOS PRECEDE EN GALILEA.

Tú, Rey victorioso, danos tú la salvación.

«Muerte y vida se han enfrentado en un prodigioso duelo: el Señor de la vida estaba muerto, pero ahora está vivo y reina». La vida ha triunfado sobre la muerte: sucedió a Cristo y así nos sucederá un día también a nosotros.

Rainero Cantalamessa

«Dinos, María, ¿qué has visto en el camino?»

Una de las piezas maestras del canto gregoriano es, sin duda, la secuencia de la fiesta de hoy: Victimae paschali laudes, «Alabanzas a la víctima pascual». Con anterioridad al concilio de Trento existían numerosas secuencias litúrgicas medievales, un canto que precedía a la proclamación del evangelio. Desde ese Concilio, quedan sólo unas pocas en la liturgia que tienen una gran calidad musical: recordemos, por ejemplo, el famoso Veni Creator del día de Pentecostés, el Stabat Mater del Viernes de Dolores, o el Dies irae de la misa de difuntos.

El texto latino de la secuencia de hoy, que es del siglo Xl, no tiene especial valor, pero incluye un diálogo lleno de lirismo e ingenuidad con María Magdalena. La traducción oficial española lo versifica con dignidad: «¿Qué has visto de camino, María en la mañana?». Y María responde: «A mi Señor glorioso, la tumba abandonada, los ángeles testigos, sudarios y mortaja. ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza! Venid a Galilea, allí el Señor aguarda; allí veréis los suyos la gloria de la pascua».

María Magdalena, la que los cuatro evangelios presentan al pie de la cruz, es la gran protagonista de las primeras apariciones del Resucitado. Su nombre está recogido por los tres sinópticos dentro del grupo de mujeres que fueron a embalsamar el cuerpo de Jesús y se encontraron con la tumba vacía y el anuncio de que Jesús había resucitado. En el evangelio de Juan, María Magdalena acude sola al sepulcro, lo encuentra vacío y vuelve corriendo a comunicarlo a los discípulos, como hemos escuchado en el relato de hoy. Inmediatamente después continúa con la aparición de Jesús a Magdalena en la que ésta le confunde con el hortelano.

María Magdalena pudo haber sido aquella mujer que experimentó, en aquella comida convencional ofrecida por el fariseo al maestro, que nadie la había mirado con tanta pureza y comprensión y nadie había sabido reconocer la existencia de su mucho amor en su corazón como lo hizo el maestro. Y fue ese amor nuevo, que la limpieza de Jesús había hecho surgir dentro de su ser, el que le empujó a derramar aquella libra de nardo puro, intuyendo de alguna manera que no lo iba a poder hacer en el día de su sepultura. Y aquella mujer nueva, que amaba mucho porque sentía que se la había perdonado mucho, será la que estará firme junto a la cruz y la protagonista del anuncio inesperado de que el maestro había resucitado.

En este día de pascua en que, como dice la vieja secuencia, los cristianos presentan «ofrendas de alabanza», nos dirigimos a esta mujer que fue primer testigo del centro de nuestra fe: la muerte y la resurrección de Cristo. Y, podemos preguntarle también con esa vieja e ingenua secuencia de pascua: «¿Qué has visto de camino, María, en la mañana?». Ojalá nuestra fe nos pueda decir, en esta mañana de la pascua siempre florida -porque el grano de trigo ha comenzado a dar vida- lo que sintió aquella mujer que quizá había sido pecadora, de cuyo corazón Jesús había expulsado muchos demonios y que, fue fiel a su Señor en la cruz y en la resurrección.

«Dinos, María», en esta mañana de pascua, que nadie hablaba tan de verdad al corazón como aquel a quien tú escuchabas sentada a sus pies. Dinos que tenemos que trabajar, que entregarnos a la lucha de la vida, a las personas a las que queremos… Pero que nunca nos olvidemos de lo que es últimamente lo único necesario: estar a la escucha de nuestro yo, en donde pueda resonar la palabra del Señor resucitado.

«Dinos, María», que Jesús resucitado puede expulsar de nosotros todos esos demonios que están como agarrados a nuestro corazón; que él puede cambiar nuestro corazón de piedra por uno de carne y hacer que nos nazca una carne nueva sobre nuestra carne vieja y podrida.

«Dinos, María», lo que sentiste cuando Jesús te miraba a los ojos y al corazón en aquella fría comida del fariseo. Dinos que podemos encontrar en Jesús a alguien que nos mira siempre con limpieza; que espera de nosotros lo mejor; que sabe descubrir en los escondrijos de nuestro ser y de nuestra vida ese poso de bondad que todos llevamos dentro. Dinos que es más importante amar mucho que errar mucho, que al que mucho se le perdona, mucho ama. Dínoslo hoy, María, al corazón…

«Dinos, María», que cuando se vive en el amor se está más allá de esas lógicas fariseas que siempre calculan todo; que la fuerza del amor es inseparable del riesgo y la generosidad, hasta de cierta locura… Es lo que tú hiciste derramando sobre los pies de Jesús esa libra de nardo puro.

«Dinos, María», que valió la pena estar junto a la cruz del Señor, intentándole dar aunque sólo sea tu compañía y tu amor, y que el seguidor del maestro tiene que estar junto a las cruces del hombre de nuestro tiempo.

Y «dinos, sobre todo, María», en esta mañana de pascua, que podemos sentir que Cristo resucitado nos llama por nuestro propio nombre y nos dice siempre al corazón una palabra de aliento y esperanza. Dinos que hay siempre una Galilea, una patria de bondad, en la que Cristo nos aguarda. Dinos que Cristo debe ser nuestro amor y nuestra esperanza. Dinos que ese Cristo resucitó de veras que sigue hoy vivo ante mi propia vida. «Dinos, María», que ha resucitado Cristo nuestra esperanza y nos llama por nuestro nombre, con el mismo cariño con el que pronunció el tuyo; que el amor es más fuerte que el pecado y la vida más fuerte que la muerte.

«Dinos, María», en esta mañana de pascua, lo que decía la vieja secuencia medieval: «¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza! Venid a Galilea, allí el Señor aguarda; allí veréis los suyos la gloria de la pascua.

Javier Gafo

¡Cristo ha resucitado verdaderamente y trae a todos la paz!

Esta es la «buena noticia» de la Pascua. Hoy es el día nuevo «hecho por el Señor» (Sal 117, 24) que en el cuerpo glorioso del Resucitado devuelve al mundo, herido por el pecado, su belleza inicial, radiante de nuevo esplendor. Es la victoria sobre la muerte

«Muerte y vida se han enfrentado en un prodigioso duelo» (Secuencia). Tras la durísima batalla, Cristo vuelve victorioso y avanza en la escena de la historia anunciando la Buena Noticia: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11, 25), «Yo soy la luz del mundo» (Jn 9, 5), Su mensaje se resume en una palabra: «Pax vobis –paz con vosotros». Su paz es el fruto de la victoria, lograda por Él a un precio muy alto, sobre el pecado y la muerte. Cristo ha muerto y resucitado, y ha dejado como silencioso pero elocuente testimonio la tumba vacía. Destruyendo en sí mismo la enemistad, muro de separación entre los hombres, reconcilió a todos por medio de la Cruz (Cfr. Ef 2, 14-16), y ahora nos compromete a nosotros, sus discípulos, a eliminar cualquier causa de odio y venganza.

¡Y tú, Señor resucitado, que has vencido la tribulación y la muerte, danos tu paz!

Sabemos que esa se manifestará plenamente al final, cuando vendrás en la gloria. Paz que, no obstante, donde Tu estás presente, está ya ahora actuando en el mundo. Esta es nuestra certeza, fundada en Ti, hoy resucitado de la muerte. ¡Cordero inmolado por nuestra salvación!

Tú nos pides que mantengamos viva en el mundo la llama de la esperanza. Con fe y con gozo, la Iglesia canta en este día radiante: «Surrexit Christus, spes mea!»

Sí, Cristo ha resucitado, y con Él ha resucitado nuestra esperanza. Aleluya.

Juan Pablo II

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Oh Señor, nuestro Dios (Salmo 8)

20 abril, 2011 Deja un comentario

¡OH SEÑOR, NUESTRO DIOS,
QUÉ ADMIRABLE ES TU NOMBRE
POR TODA LA TIERRA, TU NOMBRE,
HASTA EL CIELO SE ELEVA TU AMOR!

Con la boca de los niños pequeños
afirmas tu gloria, oh Señor,
y reduces al silencio enemigos y rebeldes.

Si contemplo el cielo, obra de tus manos,
la luna y las estrellas, que has creado,
¿qué es el hombre para que te acuerdes de él,
el hijo del hombre para darle poder?

Lo hiciste, lo hiciste poco menos que los ángeles,
de gloria y honor lo has coronado;
todo lo has sometido bajo sus pies.

Este himno es una celebración del hombre, una criatura insignificante comparada con la inmensidad del universo, una «caña» frágil, para usar una famosa imagen del gran filósofo Blas Pascal (Pensamientos, n. 264). Y, sin embargo, se trata de una «caña pensante» que puede comprender la creación, en cuanto señor de todo lo creado, «coronado» por Dios mismo (cf. Sal 8,6). Como sucede a menudo en los himnos que exaltan al Creador, el salmo 8 comienza y termina con una solemne antífona dirigida al Señor, cuya magnificencia se manifiesta en todo el universo: «Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!» (vv. 2 y 10).

El cuerpo del canto parece suponer una atmósfera nocturna, con la luna y las estrellas encendidas en el cielo. La primera estrofa del himno (cf. vv. 2-5) está dominada por una confrontación entre Dios, el hombre y el cosmos. En la escena aparece ante todo el Señor, cuya gloria cantan los cielos, pero también los labios de la humanidad. La alabanza que brota espontáneamente de la boca de los niños anula y confunde los discursos presuntuosos de los que niegan a Dios (cf. v. 3). A estos se les califica de «adversarios», «enemigos» y «rebeldes», porque creen erróneamente que con su razón y su acción pueden desafiar y enfrentarse al Creador (cf. Sal 13,1).

Inmediatamente después se abre el sugestivo escenario de una noche estrellada. Ante ese horizonte infinito, surge la eterna pregunta: «¿Qué es el hombre?» (Sal 8,5). La respuesta primera e inmediata habla de nulidad, tanto en relación con la inmensidad de los cielos como, sobre todo, con respecto a la majestad del Creador. En efecto, el cielo, dice el salmista, es «tuyo», «has creado» la luna y las estrellas, que son «obra de tus dedos» (cf. v. 4). Es hermosa esa expresión, que se usa en vez de la más común: «obra de tus manos» (cf. v. 7): Dios ha creado estas realidades colosales con la facilidad y la finura de un recamado o de un cincel, con el toque leve de un arpista que desliza sus dedos entre las cuerdas.

Por eso, la primera reacción es de asombro: ¿cómo puede Dios «acordarse» y «cuidar» (cf. v. 5) de esta criatura tan frágil y pequeña? Pero he aquí la gran sorpresa: al hombre, criatura débil, Dios le ha dado una dignidad estupenda: lo ha hecho poco inferior a los ángeles o, como puede traducirse también el original hebreo, poco inferior a un dios (cf. v. 6).

Entramos, así, en la segunda estrofa del Salmo (cf. vv. 6-10). El hombre es considerado como el lugarteniente regio del mismo Creador. En efecto, Dios lo ha «coronado» como un virrey, destinándolo a un señorío universal: «Todo lo sometiste bajo sus pies», y el adjetivo «todo» resuena mientras desfilan las diversas criaturas (cf. vv. 7-9). Pero este dominio no se conquista con la capacidad humana, realidad frágil y limitada, ni se obtiene con una victoria sobre Dios, como pretendía el mito griego de Prometeo. Es un dominio que Dios regala: a las manos frágiles y a menudo egoístas del hombre se confía todo el horizonte de las criaturas, para que conserve su armonía y su belleza, para que las use y no abuse de ellas, para que descubra sus secretos y desarrolle sus potencialidades.

Como declara la constitución pastoral Gaudium et spes del concilio Vaticano II, «el hombre ha sido creado «a imagen de Dios», capaz de conocer y amar a su Creador, y ha sido constituido por él señor de todas las criaturas terrenas, para regirlas y servirse de ellas glorificando a Dios» (n. 12).

Por desgracia, el dominio del hombre, afirmado en el salmo 8, puede ser mal entendido y deformado por el hombre egoísta, que con frecuencia ha actuado más como un tirano loco que como un gobernador sabio e inteligente. El libro de la Sabiduría pone en guardia contra este tipo de desviaciones, cuando precisa que Dios «formó al hombre para que dominase sobre los seres creados (…) y administrase el mundo con santidad y justicia» (Sb 9,2-3). También Job, aunque en un contexto diverso, recurre a este salmo para recordar sobre todo la debilidad humana, que no merecería tanta atención por parte de Dios: «¿Qué es el hombre para que tanto de él te ocupes, para que pongas en él tu corazón, para que lo escrutes todas las mañanas?» (Jb 7,17-18). La historia documenta el mal que la libertad humana esparce en el mundo con las devastaciones ambientales y con las injusticias sociales más clamorosas.

El autor de la carta a los Hebreos, al releer el salmo 8, descubrió en él una visión más profunda del plan de Dios con respecto al hombre. La vocación del hombre no se puede limitar al actual mundo terreno. Cuando el salmista afirma que Dios lo sometió todo bajo los pies del hombre, quiere decir que le quiere someter también «el mundo futuro» (Hb 2,5), «un reino inconmovible» (Hb 12,28). En definitiva, la vocación del hombre es una «vocación celestial» (Hb 3,1). Dios quiere «llevar a la gloria» celestial a «muchos hijos» (Hb 2,10). Para que se cumpliera este designio divino, era necesario que la vida fuera trazada por un «pionero» (cf. Hb 2,10), en el que la vocación del hombre encontrara su primera realización perfecta. Ese pionero es Cristo.

El autor de la carta a los Hebreos observó, al respecto, que las expresiones del salmo se aplican a Cristo de modo privilegiado, es decir, de un modo más preciso que a los demás hombres. En efecto, el salmista utiliza el verbo «abajar», diciendo a Dios: «Abajaste al hombre un poco con respecto a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad» (Sal 8,6; Hb 2,7). Para los hombres en general este verbo es impropio, pues no han sido «abajados» con respecto a los ángeles, ya que nunca se han encontrado por encima de ellos. En cambio, para Cristo el verbo es exacto, porque, en cuanto Hijo de Dios, se encontraba por encima de los ángeles y fue abajado cuando se hizo hombre, pero luego fue coronado de gloria en su resurrección. Así Cristo cumplió plenamente la vocación del hombre y la cumplió, precisa el autor, «para bien de todos» (Hb 2,9).

A esta luz, san Ambrosio comenta el salmo y lo aplica a nosotros. Toma como punto de partida la frase en donde se describe la «coronación» del hombre: «Lo coronaste de gloria y dignidad» (v. 6). Sin embargo, en aquella gloria ve el premio que el Señor nos reserva para cuando hayamos superado la prueba de la tentación.

He aquí las palabras del gran Padre de la Iglesia en su Exposición del evangelio según san Lucas: «El Señor coronó a su hijo predilecto también de gloria y dignidad. El mismo Dios que desea conceder coronas, proporciona las tentaciones; por eso, has de saber que, cuando eres tentado, se te prepara una corona. Si se eliminan las pruebas de los mártires, se eliminan también sus coronas; si se eliminan sus suplicios, se elimina también su bienaventuranza» (IV, 41: SAEMO 12, pp. 330-333).

Dios nos tiene preparada la «corona de la justicia» (2 Tm 4,8), con la que recompensará nuestra fidelidad a él, mantenida incluso en el tiempo de la tempestad, que agita nuestro corazón y nuestra mente. Pero él está atento, en todo tiempo, a su criatura predilecta y quisiera que en ella resplandeciera siempre la «imagen» divina (cf. Gn 1,26), para que sepa ser en el mundo signo de armonía, de luz y de paz.

Juan Pablo II

El sábado es el día de la creación terminada; y el salmo 8 es un himno al Dios creador. El cosmos todo nos invita a cantar la grandeza de Dios. En la tierra, son los hombres -incluso los más insignificantes de ellos, los niños de pecho, por si entre los grandes hubiera rebeldes y soberbios- los encargados de entonar este canto; en el cielo, son los astros quienes nos impelen a dilatar nuestro espíritu en un horizonte abierto y a proclamar la grandeza de Dios.

Mañana, en el descanso y la paz del día del Señor, cantaremos la nueva creación, que perfecciona, con la resurrección, la obra terminada el sábado. Que esta celebración del sábado nos introduzca ya en la contemplación del domingo, que culminará, por unos caminos insospechados para el salmista, lo que ya él cantaba contemplando la sola creación natural: ¿Qué es el hombre, Señor, para que te acuerdes de él? Todo, incluso la muerte, lo sometiste bajo sus pies.

Pedro Farnés

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