A la muerte no le temas

13 julio, 2018 Deja un comentario

A la muerte no le temas
(Nicomedes Santa Cruz, 1957)

A la muerte no le temas
aunque pase por la calle.
Sin la voluntad de Dios
la muerte no mata a nadie. 

Cierra los ojos y duerme,
pedazo del alma mía,
deja que despunte el día
y ya volverás a verme.
Mira que tienes tal fiebre
que con tus manos me quemas;
es necesario que duermas
sin pensar en el pasado,
y mientras yo esté a tu lado,
a la muerte no le temas.

Por piedad, cierra los ojos
y tendrás un dulce sueño,
mira que siendo tu dueño
te lo suplico de hinojos.
Mira que solo despojos
quedan de tu lindo talle.
Deja que el sueño desmaye
tu sufrimiento tan fuerte
y no pienses en la muerte
aunque pase por la calle.

Por piedad, los ojos cierra
y duerme solo un instante,
que de verte agonizante
todo mi cuerpo se aterra.
Mira que sobre la tierra
solo quedamos los dos.
Ni la muerte ni el adiós
truncarán nuestro camino
pues no hay vida ni destino
sin la voluntad de Dios.

Con tu nuevo despertar
tendrá nueva brisa el viento,
nueva luz el firmamento
y nuevas aguas el mar.
Nuevo ha de ser el trinar
de los pájaros del valle,
nuevo el sol que nos irradie,
nueva nuestra juventud
pues queriendo como tú
la muerte no mata a nadie.

Categorías: Muerte y resurrección

Pentecostés en la tradición judía y cristiana

26 junio, 2014 Deja un comentario

En la Tradición judía

Como las demás fiestas judías (Pascua, Fiesta de las Tiendas, etc.). Pentecostés fue en su inicio una celebración relacionada con un acontecimiento de orden natural. Los textos bíblicos más antiguos han conservado su nombre original: la Fiesta de la Siega.

El pueblo judía iluminado por la sabiduría divina, va transformando los ritos paganos y cósmicos en celebraciones con un sentido más histórico y espiritual.

En el mes de mayo, «tercer mes del año» según el calendario hebreo, las cosechas de cereales alcanzan su madurez en Palestina: la fiesta debe santificar y coronar la siega, de la misma manera que Sukkot o la Fiesta de las Tiendas santificaba y coronaba la cosecha de las viñas y de los furtales en el inicio del otoño.

El Deuteronomio elevará la Fiesta de la Siega al rango de la Pascua y de Sukkot, obligando a los fieles a peregrinar a Jerusalén para ofrecer a Yahveh las primicias de la cosecha y manifestar así el gozo y la gratitud experimentada por las bendiciones divinas. En esta época adquirirá el nombre de Savuot o Fiesta de las Semanas, es decir, «la que se celebra después de una semana de semanas (7×7 = 49 días después de la Pascua).

El primer intento de espiritualizar la fiesta se produce después del destierro. La Fiesta de las Semanas deja de vincularse directamente con la cosecha de cereales para pasar a ser un satélite de la Pascua. De 49 días se pasa a contar 50, es decir, siete veces siete más un día, que es símbolo de perfección y plenitud dentro de la tradición cabalística judía. De los intensos debates relacionados con el sentido de la fiesta, mantenidos entre los movimientos sectarios de Israel (fariseos, esenio, saduceos…), comienza a surgir una nueva visión de la fiesta de Pentecostés (=50 dias) que deja de ser un rito vinculado con la naturaleza para pasar a conmemorar un acontecimiento histórico recordatorio del Éxodo. A partir de aquí es cuando Pentecostés se convierte en la celebración de la entrega de la Ley en el Sinaí. La relación entre Pascua y Pentecostés se intensifica: la primera proporciona el acontecimiento y la segunda ofrece la manera de vivir en función del mismo.

En la Tradición cristiana

La mañana de Pentecostés siguiente a la Pascua del Señor, los apóstoles se hallaban reuniros mientras, problablemente al igual que el resto de sus contemporáneos, meditaban la promulgación de la Ley, renovándose para ellos los acontecimientos y los fenómentos del Sinaí en una dimensión distinta a cómo los venían celebrando.

La intención de San Lucas en la narración recogida en los Hechos es describir la constitución del nuevo pueblo de Dios en el tiempo escatológico, como un nuevo Israel en el Sinaí. Ya la sabiduría hebrea consideraba la Alianza como una renovación de la humanidad, una nueva creación que devolvía al ser humano a su condición original antes del pecado. No lo interpreta como un don de Dios para beneficiar exclusivamente a un pueblo, sino que trasciende a todo el género humano, Este mismo sentido se desprende del relato de los Hechos de los Apóstoles ya que la efusión del Espíritu no se concibe únicamente como una santificación personal e interior, sino como una investidura profética de quienes han de llevar adelante la evangelización.
Existen referencias paralelas entre los relatos del Éxodo (Alianza del Sinaí) y de los Hechos (Pentecostés): viento fuerte, ruido que hace temblar la tierra, lenguas de fuego, un pueblo unido «en un solo corazón»…

En la tradición judía se da gran importancia a la figura de Moisés que asciende al Sinaí para buscar las Tablas de la Ley y entregárselas a Israel. Este sentido es aplicado a la Ascensión de Jesús en el relato cristiano: la subida del Señor al cielo para buscar la Nueva Ley, la Nueva Alianza que es el Espíritu Santo para convertirlo en don gratuito para los hombres.

Este don del Espíritu no es citado por ninguna fuente judía en las interpretaciones que se hacen de la Alianza del Sinaí, donde según su criterio lo único que se entregó por Dios fueron las Tablas de la Ley. El Espíritu quedaba reservado para la era mesiánica en la que el mismo Yahveh ha de restaurar a Israel. Precisamente esta es la constancia que quiere dejar San Lucas por medio de su relato en los Hechos: con el Pentecostés cristiano se inaugura la era mesiánica en el poder de Jesucristo resucitado.

Así concluye la evolución de la fiesta de Pentecostés en la Escritura. Después de permanecer largo tiempo en un plano agrícola, pasó a significar la promulgación de la Alianza. La Pascua situaba a los judíos en un estado de salvación y liberación; Pentecostés, por el don de la Ley, les ofrecía la posibilidad de mantenerse en ese estado para no volver jamás a la esclavitud.

También para los cristianos la Pascua supone un acontecimiento redentor, mientras que Pentecostés consuma la obra dándoles el Espíritu Santo que les permite alcanzar la filiación divina y la liberación en el poder de Jesucristo resucitado. La ley cede su puesto al Espíritu para mantener a sus hijos en estado de resucitados:
«Una vez celebrada la Pascua, nos espera una fiesta que lleva la imagen del cielo, una fuesta espléndida, como si ya estuviéramos reunidos con nuestro Salvador en posesión de su Reino…» (Eusebio de Cesárea)

Emiliano Jiménez Hernandez

Categorías: Libros, Pentecostés

Simbolismo del número 40

3 abril, 2014 Deja un comentario

La palabra «cuaresma» deriva de CUARENTA, número correspondiente al conjunto de días que componen su duración. La exégesis bíblica establece una íntima relación entre el simbolismo de los números «4» y «40».

El número 4

Pantocrator del Siglo XV

En el mundo clásico, el significado simbólico del número 4 se derivó básicamente de los cuatro puntos cardinales, las cuatro direcciones del viento y las cuatro estaciones del año.
El Antiguo Testamento usa el número 4 para simbolizar una totalidad o universalidad indefinida que tiene carácter de plenitud y que se refiere, fundamentalmente, al espacio, los cuatro ríos del paraíso que rodean las cuatro partes de la tierra, en clara alusión a la totalidad del mundo creado (Gn 2, 10ss); los cuatro carros tirados por caballos que expresan la omnipotencia de Dios efectiva en todas las direcciones (Zac 6,5), numerosas referencias a los cuatro vientos y a los cuatro puntos cardinales (Is 11,12; Jr 49,36; Ez 37,9,…)

Según estos datos, cuando en los evangelios aparece el número 4, habrá que preguntarse si también indica alguna totalidad. Este es el caso de los cuatro portadores del paralítico (Mc 2,3) que representan a la humanidad pagana que vive en el mundo entero o, según otras interpretaciones, la evangelización (cuatro evangelios) que acerca al hombre enfermo por el pecado hasta Jesucristo.

El manto y los ropajes de Jesús que representan su reinado espiritual, se dividen en cuatro lotes por estar destinados a la humanidad entera. Esta figura utilizada por el evangelista San Juan se relaciona con la transmisión del Espíritu de Elías a Eliseo mediante el cubrimiento con su manto (1Re 19,19s y 2Re 2,1-15). De esta forma expresa Juan que la unidad del Espíritu es indivisible -«la túnica (manto) era sin costura, de una sola pieza» (Jn 19,32s)-, pero el mismo está destinado a toda la humanidad: «tomaron sus vestidos con los que se hicieron cuatro lotes».

El número 4 adquiere un evidente valor simbólico en otros puntos como los cuatro brazos de la cruz y los cuatro evangelios o la propagación universal del kerigma, prefigurada en los cuatro seres de la «Merkabá» (carro de fuego) de Ez 1,4-28

El número 40

El número 40 se indica para indicar una totalidad limitada, como por ejemplo:

  • El tiempo de una generación: cuarenta años de permanencia en el desierto (Nm 14, 34); cuarenta años de tranquilidad en Israel tras la liberación de los Jueces (Jue 3, 11.30), cuarenta años de reinado de David…
  • Un periodo de tiempo largo e intenso: el diluvio (Gn 7,4); la permanencia de Moisés en el Sinaí (Ex 24, 18); cuarenta años de duración del éxodo. También otros sucesos que repiten simbólicamente acontecimientos importantes: los cuarenta días del viaje de Elías; el ayuno de Jesucristo o los cuarenta días que permanece el Señor con sus discípulos después de la resurrección, periodos de tiempo todos ellos que se relacionan en mayor o menor medida con el Éxodo.

Queda patente con los ejemplos citados y otros de semejante significación, que el número 40 se usa como símbolo de un periodo limitado y concreto de tiempo no vacío de contenido, sino siempre referido a la prueba, al combate, al paso de una situación dada a otra nueva y a la manifestación y presencia de Dios.

En cierta manera se puede afirmar que el sentido bíblico del número 40 se refiere a la vida del hombre en el mundo y, por ello, la Cuaresma es considerada como un tiempo en el que se patentiza su realidad de pobreza y debilidad en lucha contra las tentaciones, desembocando en la redención pascual de Jesucristo resucitado y victorioso sobre la muerte.

La Cuaresma nos introduce en la Pascua de nuestro Señor.

Emiliano Jimenez Hernandez

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Tentaciones: espejismo de la fiesta

28 marzo, 2014 Deja un comentario

El camino a través del desierto es el itinerario de la fe que se resume en el Shemá: «Escucha, Israel: Yahveh nuestro Dios es el único Dios. Amarás a Yahveh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas» (Dt 6,4). Esto «te hará feliz… en la tierra que mana leche y miel» (Dt 6, 3).
Pero frente a este camino de vida a la que aspira todo hombre se alzan tres tentaciones como espejismos de felicidad, engañándole y arrastrándole a la muerte.

Hedonismo
La existencia del sufrimiento pone al hombre en la situación de decidir entre Dios, la promesa, la alianza… o el placer inmediato, el presente, la alienación.
La tentación de la sensualidad empuja al hombre a la búsqueda del placer y a esquivar obsesivamente el dolor.

La autonomía moral
Es la tentación que lleva al hombre a constituirse como señor de su historia y a rechazar a Dios como creador y fuente de toda vida. Ante la cruz, ante la prueba, el hombre reta a Dios para que ponga fin al sufrimiento. Si este acto de rebeldía no produce el fruto deseado, el hombre adopta una de estas dos actitudes: abandonar a Dios y volverse a los ídolos en busca de nuevos apoyos o negar la misma existencia de Dios (ateísmo).

El becerro de oro
Al apartarse de Dios, el hombre se siente solo, asustado y desnudo. Para paliar este caos interior opta por buscar su seguridad en el dinero, fuente de gloria y poder, constituyéndolo como bien máximo de su vida.

Jesús vence las tentaciones
Jesús, el Hijo amado del Padre, bautizado en el Jordán, como Israel atravesando el mar Rojo, recibe el Espíritu Santo para entrar en el desierto como Siervo que cumple una misión: llevar a cumplimiento las esperanzas mesiánicas en la obediencia y sacrificio prefigurado en Isaac. Jesús es «arrojado al desierto» al encuentro del diablo quien, según la significación griega del término, es el que divide, el que intenta separar al Hijo del Padre y robarle la palabra recibida en el bautismo.

Jesús pasa en el desierto «cuarenta días y cuarenta noches sin comer pan ni beber agua» (Dt 9, 9-18), esperando la Palabra del Señor que se convierte en su alimento por encima de la tentación de Satanás.
Pero el combate continúa. El demonio tiende una nueva trampa a Jesús. Le conduce al pináculo del templo invitándole a desafiar el proyecto de vida que el Padre ha preparado para él. Mas Jesús se mantiene fiel: «No tentarás al Señor tu Dios». No necesita «signos» maravillosos para confiar en Él. La historia según el plan del Padre es buena, aunque pase por el desierto, por la insignificancia de proceder de Nazaret y no ser escriba o fariseo; es buena aunque pase por la cruz.

En la tercera tentación, Satanás le ofrece su ayuda por medio de la riqueza, el poder y la gloria humana a cambio de recibir su adoración. Jesús rechaza la tentación: su reino no es de este mundo, su corona será una corona de espinas y su trono será la cruz. Jesús acepta el camino y la misión encomendada por el Padre: «Al Señor tu Dios adorarás y sólo a Él darás culto» (Mt 4,10)

Jesucristo ha cumplido el Shemá.

Emiliano Jiménez Hernández

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Cuaresma – La conversión en la liturgia cristiana

20 marzo, 2014 Deja un comentario

La Cuaresma, al igual que Pentecostés, son tiempos litúrgicos que surgen a la sombra de la Pascua, fiesta primordial del cristianismo, sirviendo el primero de ellos como preparación y, el segundo, como prolongación festiva del gozo pascual.

Desierto: tiempo de esponsales
El simbolismo del desierto es doble.
El desierto como lugar geográfico es una tierra que Dios no ha bendecido: el agua es escasa, el suelo infértil, la vegetación raquítica o nula, la vida imposible. Lugar donde residen los demonios, tierra de maldición.
El simbolismo precedente quedará transformado por la actuación misericordiosa de Yahve. Aún manteniendo el carácter de lugar desolado y maldito, evocará sin embargo, una época privilegiada de la historia de salvación: el tiempo de los esponsales de Dios con su pueblo.
En el desierto, en la precariedad absoluta donde no hay camino abierto ni moran los dioses de la cultura, del pan, del poder, de la gloria, donde sólo mora el Dios creador del cielo y de la tierra, allí Él se manifiesta a su pueblo, le habla al corazón (Os 2,16) a solas, dándole su palabra sin interferencias, para enamorarle, a fin de ser para él «su primer amor», manifestándose como el Señor que vence el terror del desierto y el dador de la vida.
En el desierto actúa potente su palabra, lo mismo que en medio del caos en los días de la creación. Por eso el pueblo que nace en el desierto, donde está a solas con Dios, sin distracciones, despertará el amor fresco de la juventud en el que el primer amor es único y lo es todo: creador, salvador, dador de todos los bienes cada día durante cuarenta años.
Los cuarenta años de lento caminar en la fe fueron una sublime pedagogía divina para que el pueblo se adaptara al ritmo de Dios y contemplara el triunfo de la misericordia sobre la infidelidad.

El desierto: lugar de paso

La vida del hombre es un éxodo, un atravesar el desierto de la existencia bajo la gloria de Dios hasta entrar en el Reino.
El desierto es el lugar de paso de la esclavitud a la libertad, de Egipto a la Tierra Prometida.
Salir-caminar-entrar sintetizan la experiencia de la vida humana. Salir es una experiencia fundamental, como salida del lugar cerrado, que supone al mismo tiempo, pérdida de seguridad para poder comenzar la vida. Polaridad en la que se encontrará frecuentemente el hombre, tentado por ello, de renunciar al riesgo de la libertad por temor a la inseguridad. Esta experiencia del salir, al nacer, se repetirá en las fases sucesivas del crecimiento humano; salir de la propia familia para formar una nueva, salir de un ambiente conocido, de una situación dada.
El salir está orientado al entrar. Si al salir no correspondiese un entrar, se trataría de un vagar sin meta y sin sentido. Pero entre el salir y el entrar está el desierto, el camino, el tiempo intermedio. La vida está llena de tiempos intermedios que crean una tensión dinámica entre el pasado y el futuro, como por ejemplo el noviazgo.
Características del tiempo intermedio son la provisionalidad y la tensión al término final, sin que esto signifique que el tiempo intermedio no conserve su valor. Dios ha querido asumir esta realidad humana fundamental y ha hecho del desierto una etapa privilegiada de la salvación.
El desierto, camino de la existencia del pueblo de Dios, es una prueba para saber si Israel cree en Dios, única meta auténtica de la vida. Es inútil la actividad del hombre; el desierto no produce nada, símbolo de la impotencia humana y, por ello, de la dependencia de Dios, que manifiesta su potencia vivificante dando el agua y el maná, juntamente con su palabra de vida.

Emiliano Jiménez Hernández

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